El mejor Real Madrid de los últimos diez Clásicos perdió pero mereció ganar. Su partido fue tan grande que, a pesar de la eliminación en la Copa, rescata el orgullo del madridismo y le envía un mensaje de esperanza, pues confirma que la excelencia del Barcelona se combate con excelencia, no con fuego de morteros. Falló la suerte, es verdad, y sobró el único pedazo de Messi que se asomó al campo, bastante para fabricar el primer gol del Barça, aquella pista falsa.
El árbitro también se ofrece como excusa, y se ofrece voluntario. Sin embargo, sus errores fueron tantos y tan repartidos que cuesta mucho imaginar cómo hubiera transcurrido la historia de haber acertado en las decisiones más trascendentes. Hubo penaltis de Busquets, de Pepe, de Abidal... Lass mereció la roja. Hubo amarillas por mostrar y otras que se enseñaron tarde, también algún fuera de juego en posición legal. Por no mencionar su error más cobarde, el minuto de descuento que hurtó al Madrid para que siguiera intentando el asalto. Pero la inoperancia indiscriminada no es atraco.
Teixeira fue un patoso en medio de un partido extraordinario, plagado de sorpresas, emociones y vueltas de tuerca. Dominó el Madrid, se vio muerto y tuvo muerto al Barcelona. Quién lo hubiera pensado.
Al final de la primera parte ya lo creíamos saber todo y no sabíamos nada. Con un equipo ofensivo y con una actitud valiente, con deseos de jugar al fútbol, con Özil y Kaká sobre el campo, el Barcelona quedó a merced de su rival. Si no encajó ningún gol, si el mundo no cambió entonces, es porque el equipo de ensueño fue perdonado reiteradamente y desde el pitido inicial. A los once segundos, Higuaín aprovechó un error defensivo de Piqué y falló solo frente a Pinto. Demasiado sencillo para lo que gusta y estila. Desde ahí y hasta el minuto 42, el Madrid fue mejor, intenso en defensa y ligero en ataque, vertical, rápido y hermoso.
Agobio.
El Barça tardó mucho en encontrarse cómodo. Sus rondos se dibujaban entre cocodrilos hambrientos y no le permitían avanzar. El Madrid había apretado las líneas hasta dejar el campo útil en un pasillo de 30 metros atravesado en mitad del Camp Nou. A los lados, el abismo. Si no fuera tan provocador diríamos que el sistema se parecía mucho al que desplegó Pellegrini hace dos temporadas.
Cristiano puso a prueba a Pinto con la misma flecha que le clavó en el Bernabéu, pero esta vez al portero no le fallaron los reflejos, ni el escudo. Después vinieron dos córners seguidos que fueron dos pánicos a balón parado. A continuación resonó la escuadra y enmudeció el estadio. El zurdazo de Özil fue brutal e inesperado. El tiro lo tenía todo: deseo, precisión, maldad. Todo, menos suerte. El balón pegó en el palo, botó en la raya y salió huyendo.
La prueba de la revolución era el silencio. Cuando el Barça tocaba la pelota ya no sonaba el Bolero de Ravel, ese crescendo hipnótico que caracteriza su fútbol. Cómo sería el nerviosismo y el escalofrío, que Guardiola escupió al suelo y no recogió con una bolsita los restos orgánicos.
Higuaín volvió a tener bajo su dedo el botón rojo, pero volvió a fallar ante Pinto, ambos al borde un ataque de nervios. Sin que el Barça se recuperara del susto, cayó Iniesta. Los astros parecían alineados en favor del Madrid.
Genio.
Hasta que apareció Messi, ausente y somnoliento en los minutos anteriores. Impulsado por su única musa despierta, el argentino tomó un balón sin espoleta y lo fue cargando de pólvora. Después, asistió a Pedro, relevo de Iniesta. El gol era real, pero parecía ficción, pues no tenía conexión alguna con lo que estaba sucediendo. El Madrid creyó que una pedrada le había caído del cielo. Pero era peor: era el adelanto de un meteorito. Tras un barullo que debió significar la expulsión de Lass, Alves enganchó un balón perdido y asesinó a la araña que vive en la cruceta.
Cualquier otro equipo se hubiera dado por muerto. Pero no el Madrid. La ambición con la que regresó del descanso fue el mayor de sus méritos y gran responsabilidad le corresponde a Mourinho. No esperaba eso el Barcelona. Imaginó que el miedo había terminado, que la eliminatoria estaba resuelta, el enemigo rendido. Se equivocó la paloma.
A los ocho minutos fue anulado un gol de Ramos por falta a Alves y después de un empuje incesante no hubo quien anulara el gol de Cristiano, inventado por Özil. El Madrid estaba a dos goles del milagro. A uno cuando marcó Benzema, exquisito, tras ajustarle un sombrero a Puyol.
Es difícil imaginar un partido más emocionante que el que nos dejó el empate. El Madrid se lanzó a por la victoria con el corazón desbocado y el puñal entre los dientes. El Barcelona resistió contra las cuerdas, también honorable y guerrero, pero defensivo. Pasó uno y cedió el otro. Pero la gloria se reparte a partes iguales. Y eso es un cambio.