lunes, 13 de febrero de 2012

Un Madrid de diez

Un Madrid de diezSi el Real Madrid observa por el retrovisor verá carretera y campo. Si espera en una colina, sentirá que la primavera llega antes que el Barça. Eso significan, aproximadamente, diez puntos. Especialmente cuando los saca el Madrid. La Liga está decidida y habrá que buscar otro estímulo para entretener el tiempo: récord de goles, de victorias, plusmarcas de Cristiano y ovejitas blancas.
Ahora parece prehistoria y habrá quien lo niegue, pero a los cuatro minutos marcó el Levante. Farinós sacó una falta y el balón dibujó el efecto que sueña el nueve clásico, esa especie en extinción. El resto de la acción fue un intercambio de papeles. Sergio Ramos peinó lo que debía peinar Ballesteros y el defensa argentino Cabral (siete goles en ocho años) cabeceó a placer lo que debió rematar Koné.
El Madrid se tomó el gol como un aliciente, suele hacerlo. La impresión es que regala ocasiones igual que los equipos de curso superior conceden goles de ventaja en los recreos; para animar los partidos. Sucede en el Bernabéu, preferiblemente, y no es una enfermedad grave: se trata de una travesura del subconsciente para ponerle emoción y, de paso, desafiar la autoridad del entrenador. El subconsciente es muy atrevido.
El empate, no obstante, tardó en llegar. El Madrid se lanzó a un asedio medieval y el Levante se protegió académicamente. Incluso más que eso. Cada vez que pudo asomar la cabeza, el poderosísimo Koné tuvo una buena ocurrencia en ataque. Uno de sus pases a la espalda de los centrales acabó en una oportunidad de Iborra que desbarató Casillas.
El Madrid no se dio por aludido y continuó percutiendo. Su táctica se basaba en el asedio de castillos, primer tomo. Antes que un delantero, el ariete es una máquina militar para derribar murallas y eso mismo parecía el Madrid, cambien la cabeza de carnero por la de Benzema.
Ante la evidencia de una rendición segura, Del Horno quiso torcer el destino con una riña pandillera por la que pudo ser expulsado y expulsar a Sergio Ramos. Nada de eso ocurrió. Nada forzado. Nada heroico. Agotadas las posibilidades de sobrevivir, un piano cayó sobre la cabeza del Levante.

Pena.

El hecho es que lo de Iborra no fue un penalti, sino una desgracia pianística. Toqueteó el balón con los dos brazos dentro del área sin que quepa otra explicación que la pelota se le puso mimosa, como si fuera presa de un flechazo repentino, abrázame Vicente, aquí y ahora. El futbolista podrá decir en su descargo que no fue su culpa, que se vio acosado, y aunque parece bastante cierto, nadie le creerá. El árbitro no lo hizo. El desastre, por lo tanto, fue completo: Iborra no sólo vio la segunda amarilla y propició el empate del Madrid; la pelota, además, se fue con otro.
La pregunta en los minutos del descanso fue cuántos obstáculos harían falta para impedir la victoria del Madrid en el Bernabéu. Dos, tres, quizá cuatro. El subconsciente nunca se atreverá a tanto, pero el concurso está abierto.
La segunda parte careció de intriga. El líder ya estaba impulsado por el sabor de la sangre, la distancia con el Barça y la voracidad de Cristiano. Suyo fue el segundo gol, a pase de Higuaín. Y el tercero, maravilloso. Más que un tiro lejano fue un cometa cercano, un prodigio de potencia, frotamientos vectoriales y efectos especiales.
Koné dejó su rúbrica en el partido con un cabezazo que recordó los viejos méritos del Levante: descaro y agilidad. Hasta que Benzema volvió a engordar el marcador con un gol elástico y genial, un derechazo propio de Figo, dicho sea sin faltar. Si Özil hubiera marcado después habría salido a hombros. Lo impidió el poste, pero el túnel que le condujo hasta allí habrá dejado surco. Y convendría regarlo. Brotarán flores.