Heynckes tuvo mil razones para que Schweinsteiger no jugara el
partido y 120 minutos para sentarlo. Quien fuera pulmón del Bayern y de
Alemania se pasó el partido buscando sin encontrarse, pesado y lento.
Heynckes no se dio por aludido. La parálisis del entrenador resultó
inexplicable durante dos horas hasta que en el quinto penalti de la
tanda más dramática que se recuerda el dorsal 31 de las camisetas rojas
caminó hacia la pelota decisiva. Schweinsteiger. Como ocurre tantas
veces en el fútbol, la sinrazón cobraba sentido. Los mejores habían
fallado (lo hicieron Cristiano y Kroos) y el repudiado encontraba su
oportunidad, el acabado Schweini, la última bala en el revólver del más
alemán de los alemanes. Todavía resuena el bang, último ruido antes del
silencio absoluto.
Si 90 minutos en el Bernabéu son muy largos, 120 son la eternidad en
centrifugadora, ni hablar ya de los penaltis. Cómo sería el agotamiento,
cómo la emoción, cómo los nervios y la angustia que antes de que el
árbitro pitara el final de la prórroga, los rivales firmaron las tablas
con los guantes de boxeo puestos. Cayó Boateng víctima de los calambres y
se hizo la paz. Para qué más muertos. Entre los veintidós del campo y
los 82.000 de la grada existió la absoluta convicción de que la suerte
estaba echada y de que ganaría uno, aunque lo hubieran merecido los dos.
Pero la tortura todavía admitía otro giro. El primer lanzamiento lo
convirtió Alaba (19 años), el futbolista más joven en cumplir 50
partidos en la Bundesliga, superando a Schwarzenbeck, les sonará el
nombre y el gafe. Después le tocó a Messi y digo bien. Cristiano se
aproximó al Adidas Finale 12 con el fantasma del argentino agarrado a su
gomina y de tanto perseguir sus pasos le siguió también en el salto al
vacío. Neuer paró una pesadumbre de chut, ni ajustado ni potente, porque
no lo pegó Cristiano.
A continuación marcó Mario Gómez (2-0), porque para completar la
paradoja otro español (o cuarto y mitad) tenía que participar en el
asesinato de los equipos españoles, los grandes favoritos, ustedes
recordarán. De vuelta, en el segundo penalti del Madrid, Neuer volvió a
la misma esquina para detener el tiro de Kaká; la condena parecía
segura. Sin embargo, Casillas detuvo los dos siguientes y Xabi encendió
una luz que se apagó cuando Sergio Ramos, héroe de una temporada entera,
perdió la pelota en un fondo. Ahora está claro, cómo no haberlo
previsto, cómo no habernos preparado para la tragedia. Dijo Albert
Einstein (alemán, por cierto) que Dios no juega a los dados, pero nada
comentó sobre su relación con el fútbol.
Iguales. Así terminó la aventura del Real Madrid en la
presente Champions, con absoluta dignidad, con los mismos merecimientos
que el Bayern, pero con ninguno más. El dato es relevante. Su
superioridad terminó después de un primer cuarto de hora maravilloso,
con dos goles entusiastas, impulsores de una felicidad que era mentira.
El primero, de hecho, combinó el salvaje rugido del Bernabéu con el
temblor del Bayern. Marcelo cambió el balón de costa y Di María lo
empalmó con el alma (sector zurdo), tropezando con el brazo del
aterrorizado Alaba, protagonista, todavía no lo sabía, de otra maldita
historia circular.
Cristiano, tan ufano como un millonario en el Titanic, marcó el
primero y no tardó en celebrar el segundo. En esa ocasión se lo regaló
Özil, que fue quien le desenrolló la alfombra roja.
Pocos lo advirtieron entonces, pero el partido repetía sádicamente el
argumento del Barça-Chelsea. De la felicidad más absoluta, dos goles en
13 minutos, se pasó al escalofrío que anuncia las malas noticias. En
este caso no era tanto la acumulación de augurios nefastos, como la
enorme fortaleza con la que el Bayern se puso en pie. No hay mayor
desconcierto para un pistolero que el enemigo inmune a las balas.
Cuando Robben acortó distancias de penalti un objeto no identificado
cubrió el cielo de los madridistas: era la sombra del Camp Nou. Casillas
adivinó la dirección del disparo y el balón tuvo que doblar sus últimas
falanges para terminar en la portería. De haberlo parado, Robben
hubiera pedido el inmediato ingreso en un monasterio tibetano.
El penalti que provocó la pena fue un nuevo exceso de Pepe, impecable
en lo demás, pero un defensa que nació en la marmita de la excitación y
no necesita estímulos externos. El central atropelló a Mario Gómez
cuando el delantero todavía tenía que alcanzar el pase de Kroos,
cabecear y batir a Casillas; un mundo.
El Madrid cedió campo y terminó por ceder también la pelota. Xabi se
había retrasado mucho en auxilio de la defensa y el Bayern había ganado
la medular, a pesar de la incomparecencia de Schweinsteiger, polizonte
de un gran partido; esto está escrito antes de su penalti y así queda,
como testimonio de la ignorancia humana. Kroos, entretanto, se revelaba
como un futbolista de los que valen por media docena.
Se intercambiaron golpes y pánicos. Pudo marcar el Bayern y pudo
hacerlo el Madrid, replegado como le gusta, aunque sin las fuerzas que
exige el repliegue. Con media hora por delante, el Madrid era el Chelsea
con Cristiano en el papel de Drogba. La comparación es exagerada, lo
sé, pero los sentimientos eran idénticos. A Fernando Torres ya le
atronaban los oídos.
En los últimos minutos del tiempo reglamentario el partido se jugó en
el corredor de la muerte: el nudo en el estómago, la esperanza en el
corazón y el llanto en la garganta. Cada avance del Bayern sonaba como
las pisadas del carcelero. En ese momento era más fácil gritar que
pensar, más sencillo llorar que hablar.
Ceguera. Nadie quería arriesgar, nadie se asomaba del todo, el
agotamiento se mezclaba con la prudencia y la fatiga con la estrategia.
Los dos equipos ya eran dos boxeadores, de esos que se abrazan y
parecen confundir el odio con el amor, y en esa ceguera de ojos
hinchados mezclan ganchos y consuelos: si ganas, tú también lo
merecerás.
En el minuto 74, Kaká entró por Di María, y conociendo el poco apego
de Mourinho al brasileño, más que un cambio pareció una plegaria, un
beso a la estampita del santo. Heynckes, sabio o loco, seguía sin hacer
cambios.
Mario Gómez rozó el gol en el minuto 85 y estuvo cerca de evitarnos
tanto sufrimiento y tanto placer sadomasoquista, porque hay ruinas
preciosas. Su fallo fue ser bueno en lugar de tarugo, pues el magnífico
pase de Robben necesitaba eso, un tipo con una sola idea. Gómez quiso
recortar, poner lazo a una bomba y le estalló en las manos.
En la segunda parte de la prórroga Higuaín dio relevo a Benzema.
Fueron los minutos de Kaká, desesperadamente delicado, aunque ligero e
incisivo. Granero reclamó un penalti y una extraordinaria arrancada de
Marcelo estuvo a un milímetro de dejar a Higuaín en posición de gol.
Kassai señaló fuera de juego.
Al fin, el partido se trasladó al duelo Casillas-Neuer, el rey de los
porteros contra su más prometedor aspirante. Tantos milagros de Iker
jugaron en su contra, ya no hay quien lo dude. El chico alemán, en
cambio, tenía a su favor el escudo del Bayern y una vida con más futuro
que pasado, sin apenas gloria. Ya la tiene. Y la compartirá con
Schweinsteiger, ese polizonte, ese futbolista acabado que ayer volvió a
empezar. Bang.